No hay verdad en las palabras
de los extranjeros.
Chilam Balam de Chumayel
Las noticias nos llegan todos los días. Denuncias de movimientos del ejército mexicano en Chiapas; pronunciamientos y declaraciones de diferentes grupos y líderes; comisiones de paz que nacen y mueren como las flores del campo. Violencia y matanzas. Injusticia y opresión.
Artículos se publican; comentarios se transmiten; libros se escriben. Analistas políticos y sociales, periodistas y observadores de todo el mundo buscan las raíces del conflicto en las actuaciones de los personajes de hoy: el PRI, el obispo Samuel Ruiz, guerrilleros profesionales que aparecen como promotores y organizadores de la guerra.
Pero la realidad es otra. La realidad es que la guerra en el país maya comenzó hace casi quinientos años, nunca se ha detenido, y todavía no termina.
Los indígenas de la península yucateca que hablan la maya; los tzeltales, tzotziles y chamulas de Chiapas; los lacandones de la selva; los cakchikeles y quichés de Guatemala; los kekchís de Belice; los chontales, choles, tojolabales, mams, motozintlecas e itzáes del Petén: todos ellos son los descendientes de los antiguos mayas cuyas ciudades perdidas por muchos años, civilización, matemáticas, calendario y astronomía nos asombran hoy en día. Sí: son los mismos indios rebeldes que aparecen a cada rato en las noticias que vienen de Chiapas.
Hoy en día los mayas habitan las mismas tierras que fueron de sus ancestros, desde Campeche y Yucatán hasta Honduras, y siguen siendo el mismo dolor de cabeza de siempre para los blancos que llegaron a posesionarse de sus tierras a principios del siglo XVI. La nación maya cuenta hoy unos seis millones de habitantes, lo cual los hace el grupo indígena más importante de América, al norte del Perú.
El mosaico de su etnia sigue pleno de la llama inextinguible del pasado glorioso, y muestra vivos colores todavía, a pesar de los siglos de dominio y explotación. Campesinos pobres y olvidados de la sierra; indios discriminados en las ciudades “blancas” de Chiapas, en donde ellos son mayoría; telas y tapices, bordados brillantes, cocinas exóticas llenas de los frutos de la selva y de los condimentos celosamente preservados a través de los años; guerrilleros y héroes; asesinos y asesinados. Y sí, hasta un premio Nobel.
La tierra maya nunca ha estado realmente en paz desde que los blancos llegaron. Basta echar un vistazo a cualquier cronograma histórico para darnos cuenta de que la paz ha sido para ellos un breve suspiro entre periodos de guerra, sublevación, revueltas y asonadas.
Pero, ¿quiénes son estos mayas revoltosos, que nunca han querido integrarse a nuestra supuesta civilización?
Hace unos 1,750 años, los antiguos mayas entraron en lo que hemos dado en llamar su Época Clásica. Levantaron edificios y construcciones, en medio de la selva, que hoy en día nos asombran. Mantuvieron a su población con un sistema estable de producción de alimentos, basado en el cultivo del maíz, a pesar de las condiciones especialmente adversas del territorio que habitaron, desde Yucatán hasta Honduras. Con instrumentos rudimentarios desarrollaron un sistema calendárico más preciso que el calendario juliano de los romanos, o que el mismo calendario gregoriano corregido en el siglo XVI -muchos años después de que los grandes centros ceremoniales mayas habían sido abandonados. Su sistema numérico vigesimal (seguramente contaban con los dedos de pies y manos), que ya incluía la noción del valor posicional, manejaba conceptos que ninguna cultura antigua, excepto la hindú, encontró. Los mayas descubrieron la idea vital del cero por lo menos trescientos años antes que los hindúes.
Si juzgamos los logros de la cultura maya dentro del marco de sus limitaciones, no cabe duda que éstos ocupan un sitio elevado en la Historia. El medio ambiente en que se desempeñaron los mayas impidió el desarrollo de tecnologías y sistemas de cultivo avanzados. No pudo este medio sostener grandes concentraciones urbanas, y esta misma escasez de población no alentó la formación de instituciones políticas ni de estados consolidados. Otras civilizaciones antiguas de alta cultura favorecieron el avance material, la organización política y la idea imperialista, pero los mayas trabajaron mucho más en planos intelectuales y estéticos.
Como comenta Betty Bell en su Examen Crítico de la Civilización Maya,
“Así podemos decir que el interés cultural de los mayas estaba en el florecimiento intelectual, en parte al menos porque las circunstancias físicas y evolutivas les negaron los adelantos políticos y tecnológicos que para otras sociedades fueron de mayor importancia.”
Son estos logros en el campo del arte y la estética; en la arquitectura de sus ciudades; en la precisión y complejidad de su calendario; en su sistema de escritura; en sus exactas observaciones astronómicas, y en sus avanzadas matemáticas, los que colocan a la cultura maya por encima de cualquiera en el Nuevo Mundo. No fueron superados por nadie en América, e igualados por pocos en el resto del planeta.
La llamada Época Clásica de la cultura maya comprende desde el año 250 hasta el 900 de nuestra era. Las grandes ciudades del Petén, como Tikal y Uaxactún, alcanzaron entonces su máximo esplendor, así como Copán, localizada en el extremo oriente del país maya, en lo que hoy es Honduras. En Yucatán florecieron Palenque y Bonampak, junto con las ciudades del hoy estado de Campeche, dentro de las zonas Río Bec y Chenes. Al norte de la península, Chichén Itzá, Cobá, Dzibilchaltún y otras ciudades vieron sus días de gloria.
Al final de este apogeo constructivo y cultural, cerca del año 800 D.C., las ciudades de las tierras bajas estaban ya todas en decadencia. Pero entre el 800 y el 900, en una zona localizada hacia las costas del Golfo, en la península yucateca, se desarrolló el estilo Puuc, con Uxmal, Kabah, Sayil y Labná como máximos exponentes.
Después, por razones aún no bien entendidas, entre los años 900 y 1000 se detuvo el esfuerzo. La civilización maya no desapareció, pero nunca volvió a llegar a las alturas que había alcanzado. La costumbre de erigir estelas de piedra para conmemorar fechas importantes, con la llamada “cuenta larga” de los días, cayó en desuso. Los centros ceremoniales fueron abandonados, y los creadores se ausentaron.
El poder se trasladó al norte de la península yucateca, y Chichén Itzá dominó la escena por algunos años, para ceder después el cetro a Mayapán. La historia maya se vuelve en este momento mucho más política que cultural, novedad que ya era común en casi todo el resto del mundo.
Y entonces, llegaron ellos, los blancos del oriente.