Hace muchos años, en una de mis primeras visitas a los Estados Unidos, tuve la oportunidad de asistir a una fiesta más o menos formal, organizada en honor de alguna de las personalidades de la pequeña ciudad del Medio Oeste en la que me encontraba. Recuerdo que recibí invitación impresa y toda la cosa, y recuerdo también que me llamó la atención el hecho de que en ella se especificaba no sólo la hora de inicio, sino también la hora de conclusión del evento.
Siguiendo la rancia tradición mexicana, llegué mi buena media hora tarde a la casa en donde se celebraba la reunión, para ser saludado por medias sonrisitas sardónicas y cortesías a todas luces artificiales. Todos los invitados se encontraban ya por allí, por supuesto, y se podía ver que tenían un buen rato -por lo menos media hora, sí- enfrascados en la conversación, los tragos y los bocadillos. Una multitud de pie, hablando hasta por los codos y comiendo y tomando de lo lindo.
Después de un rato de hacer lo propio, empecé a buscar con cierto desasosiego un lugar en dónde sentarme. Imposible. Era claro que la fiesta debía y tenía que celebrarse de pie, cansancio o no cansancio, dolor de piernas o no, por parte de los sufridos participantes. Gracias a Dios, el tinto de California que servían resultaba bastante tomable.
Así transcurrió el tiempo, hasta que de repente, sin motivo aparente, toda la gente empezó a despedirse y a dirigirse a la puerta de salida. Respiré con alivio. ¡Por fin voy a poder sentarme un rato!, me dije. Me disponía a acomodarme en un mullido sillón de la sala, cuando la dueña de la casa se me acercó con una sonrisa de plástico en los labios, para desearme muy buenas noches. “Pero si yo no quiero irme”, pensé. Un antiguo reloj de pared cantó las horas. Caí entonces en la cuenta de que ya era el momento preciso, fijado previamente en la invitación, para irse.
Miré con tristeza el fondo del sillón, apuré el último trago de mi copa, y contesté como Dios me dio a entender a las urgencias de la anfitriona. Camino a mi hotel, no pude menos que añorar nuestras fiestas en Guadalajara: los invitados, como gente bien educada y que se respeta, claro que llegan por lo menos una hora tarde, se divierten como locos con un buen mariachi o trío, baile y desorden, alma y canción, y se despiden cuando les parece bien, sean las horas que sean.
En mis múltiples relaciones con la gente del Norte siempre me ha sorprendido el interés y la importancia que nuestros vecinos le asignan a dos variables: el clima y la puntualidad. Nunca pude entender por qué esa obsesión con el clima. Bueno, hasta que pasé un invierno en Indiana. De acuerdo, el clima sí es importante, y hay que vigilarlo con cuidado, sino quiere uno amanecer congelado en cualquier esquina.
El tema de la puntualidad, sin embargo, sigue eludiéndome. No veo por qué es tan importante llegar exactamente a tiempo a todas las citas, sean éstas del tipo que sean. Puedo aceptar -un poco a regañadientes- que las reuniones de negocios se celebren a la hora acordada, de cara a la prisa loca que se ha apoderado de nosotros en estos tiempos que corren. Aún en este caso me atrevo a manifestar mis dudas: observo cómo la gente se apresura y no para y suda todo el día, pero conozco muy pocas personas que realmente saben a dónde van. ¿Para qué tanta prisa entonces?
Pero eso de regular con precisión matemática el horario de fiestas y diversiones, eso sí que va más allá de lo que puedo comprender. Esa insistencia anglosajona en la tarea bien cumplida, en el orden, en que las cosas se lleven a cabo de acuerdo a lo planeado, aún en el terreno del placer y la alegría, no cabe en mi concepción de la vida. No puedo tomarme tan en serio, no señor.
Contaba el Maestro Fuentes Mares que cierto día, en Santa Fe de Nuevo México, daba un paseo nocturno, en compañía de su esposa, por las desiertas calles de la ciudad. De pronto, y para su sorpresa, tenía a su lado a un vehículo de la police patrol. “¿Qué hacen ustedes?”, preguntó el hombre al volante. “Nada. Sólo caminamos”. El policía los miró como si viera la cosa más estúpida de su vida. “Pero, ¿no van a ninguna parte?”, insistió. “No. Sólo damos la vuelta”. El hombre no resistió más, y les ordenó que regresaran de inmediato a su hotel. No podía soportar ese colmo de la ineficiencia: dos aimless despreciables paseando sin rumbo ni meta concreta. Ese policía jamás entendería lo que es una tarde tranquila en compañía de un buen amigo, anís Del Mono en la mesa de la terraza, el tiempo aliado, no enemigo, la plática sabrosa y sin ningún objetivo.
No cabe duda de que la homosexualidad tiene algo: conozco a muchos que se han pasado del otro lado, pero ninguno, que yo sepa, ha regresado jamás. Lo mismo sucede con la impuntualidad. Algo bueno debe de tener, porque los gringos que vienen a vivir a México se acostumbran de inmediato a la situación. Tengo tratos constantes con cierto editor de revistas, un norteamericano que vive desde hace tiempo en la ribera de Chapala. Nunca, desde que nos conocemos y reunimos, ha llegado a tiempo a una cita. Lo cual habla muy bien de él, por supuesto, pero sobre todo habla bien de la impuntualidad. Por el contrario, cuando algún infortunado de éstos regresa a vivir al norte, y tiene que volver a los crueles hábitos de llegar a tiempo siempre, pasa sin duda por sufrimientos casi insoportables.
A pesar de todo lo dicho, tengo que admitir que la impuntualidad tiene sus riesgos. La historia de mi amigo Pedro es prueba de ello. Hace años, Pedro decidió tomar unas vacaciones diferentes: se fue a un pueblo pequeño, perdido en la costa de Jalisco, a pasar unas semanas empeñado en no hacer nada. El único teléfono del pueblo le servía para comunicarse conmigo de cuando en cuando, y así me mantuve informado de sus aventuras.
Pedro, buen tipo, atrevido y dispuesto, se enamoró a primera vista de la bella del pueblo, María. Pero ella no le hacía el menor caso. Mi amigo, hombre de negocios empecinado y decidido, averiguó por ahí que a María le gustaba el peligro. Cerca del pueblito pasaba la vía del tren, y Pedro cayó de inmediato en la cuenta de que el tren diario nunca, pero nunca, llegaba a tiempo. Armado de estas dos importantes piezas de información, le propuso a María la locura de hacer el amor sobre las vías, exactamente a la hora de la llegada programada del tren.
Por fin el objetivo se cumplió. Esa tarde mi amigo Pedro estuvo en el paraíso. Y parece ser que a María le gustaba algo más que el peligro, porque el experimento, según me relataba excitado Pedro en sus reportes telefónicos, se repitió varias veces.
De repente dejé de recibir sus llamadas. Una semana después me llegó la noticia: Pedro y María habían muerto aplastados por el tren. Consternado, tomé mi auto y me dirigí a la costa, preguntándome durante todo el camino qué es lo que podía haber sucedido. El viejo guarda agujas de la estación me contó la verdad: el tren los sorprendió cuando se hacían el amor sobre las vías. “Pobre Pedro”, dije. “Por fin un día el tren llegó puntual”. El viejo me contestó, “No, mi amigo. Lo que pasa es que llegó 24 horas tarde. Justo a la hora, un día después”.
Pudiera pasarme mucho rato más conversando, reflexionando sobre este interesante tema y perdiendo el tiempo agradablemente con ustedes. Pero resulta que ya tengo que entregar este artículo al editor, quien debe estar pensando en el último recalcitrante escritor que no ha enviado su texto para la edición en cierre de la revista. Se me hace tarde. Adiós.
Dumois Febrero (apenas), 1999.