La Civilizacion Maya

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Luis Dumois

Por enésima vez, el carro se había atorado en el camino. ¡Carajo! La cosa estaba mucho peor de lo que habíamos imaginado. Abrí la puerta y me bajé para ver cómo sacarnos del agujero en que habíamos caído. Con dificultad acarreamos, mi mujer y yo, piedras suficientes para allanar el piso. Por fin logramos salir del atolladero.

Nos tomó más de dos horas recorrer los poco menos de 10 kilómetros de brecha que separan a Kabah, localizada a la orilla de la Carretera de las Pirámides que une a Campeche con Mérida, de la antigua ciudad de Sayil. El estrecho y muy deteriorado camino nos llevaba por entre la selva yucateca hacia nuestra meta: el centro ceremonial de Labná, unos pocos kilómetros más adelante de Sayil.

Por supuesto que hicimos la parada de rigor en la vieja Sayil. Recorrimos las ruinas del gran Palacio y leímos las fechas mayas de la cuenta larga en las finamente labradas estelas conmemorativas de la ciudad. Pero el día se iba, y queríamos llegar a Labná. Regresamos a la tortura de la infame brecha.

Después de otro buen rato de sufrimiento, llegamos a la ciudad maya de Labná. Lo primero que vimos al bajarnos del auto fue, claro está, el gran arco maya de la entrada. En un instante nos olvidamos de todos los trabajos, molestias y peligros del viaje a través de la selva. Ya con las luces de la tarde, la piedra caliza del arco brillaba con los suaves colores de la luz que está por irse.

Recorrimos la explanada ceremonial y subimos al Palacio de las Columnas. Vimos allí arriba la boca del pozo que baja hasta el chultún, almacén subterráneo de agua, localizado debajo del edificio. Un rudimentario mecanismo nos hizo caer en la cuenta de que el pozo estaba todavía en uso. Envueltos en el silencio de la tarde, inmersos en el mar verde de la selva, nos sentimos transportados a otras épocas, a otros días más felices para los constructores mayas de la región Puuc en que nos encontrábamos.

Un niño se nos acercó. Al llegar hasta nosotros, apreciamos sus facciones mayas: cabello y ojos muy negros, rasgados éstos a la manera oriental. Nos dijo, “Tienen que comprar sus boletos de visitante”. Pagamos el par de pesos que nos pedía y recibimos a cambio dos papeluchos con el sello del instituto gubernamental que supuestamente cuida las ruinas arqueológicas en México. “Y tú, ¿vives aquí?”, le preguntamos. Nos respondió en su español musical que vivía con su familia en la casita de la entrada. Señaló entonces con un dedo en dirección al lindero de la selva y preguntó, “¿Ya vieron el edificio de allá?”. “Pasamos por ahí y no vimos ningún edificio”, le contestó mi mujer. “Vengan”, dijo.

Lo seguimos hasta el mismo borde de la selva. No veíamos absolutamente nada. Entonces entramos un par de metros en la tupida vegetación tropical, y tropezamos con un hermoso edificio, decorado al estilo Puuc, con pequeñas columnas, mascarones, grecas y adornos en forma de ataduras y nudos, labrados en la piedra caliza. Una maravilla oculta entre árboles y arbustos, que no hubiéramos visto sin la ayuda del niño maya.

Cuando terminamos nuestro recorrido, volvimos al centro de la gran explanada ceremonial de Labná. Soplaba un viento constante y agradable, y eso, junto con la imagen del niño, me hizo regresar al auto y sacar de entre nuestro equipaje un par de papalotes de los que siempre llevo en el portamaletas.

En un minuto tenía un bello cajón multicolor flotando por encima de la explanada, y en dos minutos, nuestro amigo de los boletos y dos de sus hermanos junto a nosotros. “¡Papagallo!”, repetían boquiabiertos. “¡Qué lindo!” Pasé el cordel de la cometa a uno de ellos, quien lo tomó con aires de responsabilidad dignos de un presidente el día de la toma de posesión.

Por supuesto, tuve que empinar más de un papalote, porque todo el mundo quería volar el suyo. Cuando ya teníamos tres danzando en el viento, el papá de los niños se acercó a nuestro grupo. Antes de darnos las buenas tardes, con la mirada en el cielo, murmuró, “Lindos papagallos. ¡Qué bien vuelan!” Claro, terminó él también con un cordel en las manos. Y poco después, su esposa se unió al juego también.

Y entonces alguien gritó: “¡Chukla! ¡Chukla!” Mi mujer y yo nos miramos sin saber lo que sucedía. Jacinto, el jefe de la familia, nos explicó: “Chukla en la maya quiere decir prisa”. Tomó el extremo del hilo de uno de los papalotes y ató a él un manojo de yerbas que uno de los niños trajo de por ahí cerca. Y soltó el cordel. Todo el mundo corrió detrás del manojo de hierbas, arrastrado por la fuerza del viento sobre la cometa, para recuperar el extremo del hilo. “Chukla es prisa, ¿ves?”, repitió Jacinto.

Así estuvimos mucho rato, hasta que oscureció. Cuando bajamos los papalotes del cielo, tomé mi mejor ala delta, una belleza de tela roja con una paloma blanca cosida por mi esposa, y se la regalé al mayor de los niños. Eso selló nuestra amistad. Fuimos invitados a cenar con ellos en ese mismo momento.

Después de un rato que empleamos en ordenar un poco las cosas en el carro, nos dirigimos a la casa de nuestros nuevos amigos. Nos sentamos en el portal, mientras la señora preparaba las tortillas, los frijoles y los filetes de venado que íbamos a cenar. Platicamos con Jacinto y sus hijos unos minutos, hasta que notamos cierta ansiedad en nuestro huésped. “¿Pasa algo?”, pregunté. “Bueno, pues nada. Pero, ¿no se van a bañar?”, dijo Jacinto. Marta mi esposa y yo nos miramos sin saber qué responder. “El agua está lista”, dijo nuestro anfitrión, al mismo tiempo que se levantaba para guiarnos hasta la habitación del baño.

Nos bañamos con agua tibia sacada de una cubeta y buen jabón, acompañados por una gallina morada que ponía huevos enfrente de nosotros. Comentamos lo que ya sabíamos: los mayas son uno de los pueblos más limpios del mundo. Cuando regresamos al portal, nos dimos cuenta de que efectivamente toda la familia se había bañado y cambiado de ropa antes que nosotros.

La esposa de Jacinto, linda en su blanco hipil maya, enmarcado por brillantes bordados, nos llamó a la mesa. Cenamos tortillas recién echadas sobre un comal de barro puesto encima del carbón, filetes de venado a las brasas, los mejores frijoles refritos de que tengo memoria, y una salsa estupenda de chile habanero. Remojamos la garganta con agua fresca preparada con jugo de naranja agria y azúcar. En ningún restaurante del mundo he vuelto a cenar como aquella noche, en medio del calor de aquella unida familia maya, acompañado de mi esposa, disfrutando de una comida deliciosa, a unos metros de la antigua Labná.

La conversación giró alrededor de papagallos y juegos por un rato, hasta que caímos en el inevitable tema de las ruinas dormidas allá afuera. Nuestros anfitriones estaban muy conscientes de quiénes habían sido los constructores y arquitectos de la ciudad. Sabían bien que “los antiguos”, como los llamaban, eran sus ancestros directos, mayas como ellos, y tenían una idea muy clara de la relación directa que los unía con los creadores Puuc, los mismos que levantaron Uxmal y Kabah, Sayil y Labná.

Cuando nos llegó el sueño, nuestros amigos dispusieron un par de hamacas para nosotros en el portal, y se retiraron a dormir. Marta y yo nos acomodamos lo mejor que pudimos y nos dispusimos a hacer lo propio. Entonces sentimos la cercanía opresiva de la selva, mientras llegaba hasta nosotros la cacofonía de ruidos, gritos y sorpresivos movimientos nocturnos de multitud de animales. Salimos de nuestras hamacas y levantamos nuestra tienda de campaña casi adentro del portal de la casa.

A la mañana siguiente descubrimos que Jacinto se había levantado muy temprano para preparar pibil de venado, esa antigua receta maya de carne condimentada con achiote y naranja agria, que se cocina en un horno bajo tierra. El desayuno fue apocalíptico. Recorrimos Labná otra vez, para verla a la luz de la mañana, y para bajar un poco la comida.

Al despedirnos, intercambiamos filetes de pescado fresco que traíamos en nuestra nevera de campamento por pib de venado y tortillas. Marta se mercó una linda blusa blanca bordada en azul por la esposa de Jacinto. No queríamos irnos. Saqué otro par de papalotes del carro, para que cada uno de los niños tuviera el suyo.

Salimos de Labná con una canción en el corazón y una sonrisa en el alma. Después conocimos Uxmal, Chichén Itzá, Oxkintok, Tulum, Palenque, y muchos otros centros mayas de la antigüedad. Incluso, años después, pudimos visitar la gran Tikal, en el corazón del Petén guatemalteco.

Pero siempre hemos guardado para Labná un lugar muy especial en nuestra memoria de viajeros por el país maya.

Dumois. Septiembre, 1998.

Published or Updated on: January 1, 1999 by Luis Dumois © 1999
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