Obrero Revolucionario #976, 4 de octubre, 1998
Cuando las mujeres de Tlatelolco hirvieron agua…
pero no para cocinar
A medida que las batallas entre los estudiantes y las fuerzas de seguridad cobraban furia–y el apoyo era más arriesgado–más sectores del pueblo tomaron partido con los estudiantes. Eso ocurrió muy especialmente en la unidad habitacional Tlatelolco, un enorme conjunto de torres de edificios para familias de la clase media, donde también viven muchas familias de la clase trabajadora y familias pobres. Un análisis de prensa calculó que 12.000 habitantes de Tlatelolco entraron al movimiento del lado de los estudiantes.
El 21 de septiembre mil policías atacaron la Vocacional 7, que queda en Tlatelolco, y tropezaron con la encarnizada resistencia de los estudiantes. La policía prendió incendios en dos edificios, balaceó la escuela e inundó de gas lacrimógeno los apartamentos vecinos.
Esa noche, muchas amas de casa de Tlatelolco la pasaron hirviendo agua para aventársela desde las ventanas a los soldados o buscando trapos, botellas y combustible para hacer cocteles molotov para los estudiantes. Los niños les echaban piedras desde los tejados a los uniformados de abajo. Cientos de estudiantes de escuelas vocacionales de las colonias pobres cercanas rompieron el cerco policial quemando los carros de la policía. La prensa informó que muchachos “pandilleros” de Tepito también se unieron al combate. Llegaron refuerzos del ejército, pero así y todo las fuerzas de seguridad se tuvieron que retirar muchas veces. Por fin, a las 2 de la madrugada, abandonaron la lucha.
En esa batalla mataron a una bebita y por lo menos a tres estudiantes; se llevaron presos a centenares. Veinte granaderos salieron heridos; cuatro recibieron disparos: a uno lo mató un teniente del ejército porque le estaba pegando a su mamá.
Dos días después, en una nutrida balacera, la policía se tomó la Vocacional 7. En respuesta, una representante de los inquilinos de Tlatelolco pidió una huelga de alquiler por la misma duración que el conflicto estudiantil.
El 24 y el 25 de septiembre tuvo lugar una batalla similar, pero más intensa, de 1500 policías y soldados contra 2000 estudiantes en el Casco de Santo Tomás del Instituto Politécnico Nacional, cerca de las refinerías. Los estudiantes, algunos armados, montaron barricadas, cavaron trincheras, organizaron un puesto de guardia, crearon un sistema de mensajeros y se atrincheraron en los techos. El Washington Post escribió que unos estudiantes se apropiaron de un carrotanque para dispararle a la policía y que esta mató por lo menos a 15.
El gobierno no escogió por pura casualidad a Tlatelolco como escenario de la masacre ni fue accidental que las fuerzas armadas dispararan contra todos por parejo… hasta niños. La participación de los habitantes de Tlatelolco mostró el potencial que tenía el movimiento estudiantil de desencadenar una ola mucho más poderosa de rebelión popular contra la clase dominante.
A las 6:10 p.m.
Al anochecer de ese fatídico 2 de octubre, 10.000 estudiantes y vecinos llenaban la plaza de las Tres Culturas. En las últimas dos semanas la policía había disuelto casi todos los mítines y hecho hasta 1000 arrestos diarios. Muchos vecinos estaban asomados por los balcones para presenciar la reunión. Un orador anunció que no se iba a llevar a cabo la marcha programada al Casco de Santo Tomás para no “provocar” una pelea y que ya pronto terminaba el mitin. Pero el gobierno no necesitaba excusa para el implacable despliegue de fuerza que tenía planeado. Ya la plaza estaba rodeada por unos 300 tanques, vehículos blindados y jeeps, 5000 soldados y centenares de policías.
A las 6:10 aparecieron en el cielo unas luces de bengala verdes. Los helicópteros de la policía abrieron fuego. Inmediatamente, elementos de civil del batallón Olimpia (un batallón especial de la policía encargado de seguridad en las olimpiadas) atacaron a los oradores del Consejo Nacional de Huelga (CNH) que estaban en un balcón del tercer piso del edificio Chihuahua: los golpearon y empujaron a algunos a la línea de fuego.
Otros elementos de civil del batallón Olimpia comenzaron a disparar contra los manifestantes desde el balcón y desde el interior de la multitud. Tenían guantes blancos para que las fuerzas de seguridad los distinguieran. (Su papel fue doble: fuera de contribuir al pánico, al día siguiente el gobierno dijo que unos “estudiantes francotiradores” dispararon contra el ejército y comenzaron la masacre.) Desde ambos lados de la plaza comenzaron a avanzar soldados con la bayoneta calada mientras las ametralladoras batían los bordes de la muchedumbre. Oleadas humanas corrían de un lado de la plaza al otro, detenidas y devueltas por el tableteo de las ametralladoras.
Muchos de los muertos recibieron disparos por la espalda a quemarropa o bayonetazos, demostraron las autopsias. La multitud golpeó a las puertas de la iglesia de Santiago Tlatelolco, pero estas no se abrieron: el arzobispo había dado la orden de no dejar entrar a ningún manifestante.
Los tanques abrieron fuego contra el edificio Chihuahua y en sus primeros tres pisos prendieron incendios: el edificio recibió tanta bala que las tuberías y el calentador estallaron. Miles pasaron horas acurrucados mientras a su alrededor volaban balas y vidrio. El fuego parejo de armas automáticas duró entre hora y hora y media; después siguieron disparos más distantes hasta la madrugada.
La balacera fue tan general que los soldados se hirieron entre sí; quedaron 12 heridos y dos muertos. Mataron al auxiliar de una ambulancia e hirieron a una enfermera cuando fueron por los heridos. La policía acordonó el hospital de la Cruz Roja para arrestar a los heridos y para que no entraran más ambulancias. Pero en medio de ese infierno, muchos luchaban contra el pánico y se resguardaban unos a otros. Poniendo en peligro la vida, los dueños de muchos apartamentos abrieron las puertas y dejaron entrar a los que huían.
Hasta ahora no se sabe exactamente cuánta gente fue asesinada en Tlatelolco el 2 de octubre: solo 32 según la policía; 325 según una cuidadosa investigación del periódico inglés Manchester Guardian. Corrió el rumor de que los camiones del ejército se llevaron montones de cadáveres y los quemaron o los aventaron al mar.
Esa noche hicieron 1500 arrestos. A muchos los desnudaron y los dejaron parados horas bajo la lluvia con las manos arriba mientras los chuzaban y golpeaban con bayonetas. Alrededor de la plaza de Tlatelolco, un cerco de policía disparaba gas lacrimógeno contra multitudes enfurecidas y arrestaba a los que trataban de entrar a ayudar. Los soldados se desbocaron por todo Tlatelolco esa noche y catearon apartamentos en busca de armas y estudiantes. Cazaron y encarcelaron a los dirigentes estudiantiles. Algunos desaparecieron.
Made in the USA
Muchos arrestados sufrieron torturas. En el libro Masacre en México, un preso relata que un agente estadounidense estuvo presente en las cámaras de tortura mientras los agentes mexicanos “lo trabajaban”. Un policía amenazó: “Si no sueltas la lengua, tenemos gringos que te harán cantar”. Pero la presencia física de los expertos en interrogación de Estados Unidos no era necesaria para ver la marca “Made in the USA” de toda la ola de represión.
Para los imperialistas estadounidenses la seguridad de su frontera sur es un motivo de preocupación. Imponiendo su sangriento orden público, el gobierno mexicano protege la opresión económica y política de Estados Unidos sobre México. Pero las dependencias del gobierno estadounidense a menudo coordinan y supervisan directamente esa represión. México es el único país del extranjero donde el FBI opera abiertamente y la estación de la CIA en ciudad de México es la mayor del hemisferio. Muchos oficiales del ejército y de la policía estudian en los institutos de la CIA o de la policía estadounidense.
Philip Agee, ex agente de la CIA que ahora es su crítico, fue a México como espía en 1968 con la fachada de organizar intercambios culturales durante las olimpiadas. En su libro Dentro de la compañía, Diario de la CIA, escribió: “En México el gobierno mantiene a nuestro enemigo común [la izquierda y los soviéticos] bastante bien controlados con nuestra ayuda–y cuando el gobierno no da abasto, la estación [de la CIA] por lo general puede hacerlo por su cuenta”.
Probablemente Agee no trabajó en las operaciones más delicadas de México, por ejemplo las que vinculan directamente al gobierno estadounidense con la masacre de Tlatelolco. Pero relata que la CIA intercambiaba a diario informes de espionaje con sus enlaces más importantes. Uno de esos contactos era el presidente Díaz Ordaz, cuya relación con la CIA era “supremamente cercana” y de la cual recibía costosos regalos, dice Agee.
Otro contacto importante era Luis Echeverría, quien como secretario de Gobernación tuvo a su cargo directo la masacre. Echeverría fue el siguiente presidente del país. Los archivos de la CIA sobre las organizaciones y actividades estudiantiles y de izquierda eran muy superiores a las del gobierno, dice Agee. Con la información de la CIA la policía hizo numerosas redadas y arrestos.
Después de la masacre ni el presidente Johnson ni su secretario de Estado hicieron declaraciones de protesta: un silencio que es complicidad, si no aprobación. El 3 de octubre, la junta ejecutiva del Comité Olímpico Internacional celebró una reunión de emergencia para decidir si seguir adelante con las olimpiadas a pesar de la masacre. Con Avery Brundage (el presidente estadounidense del comité) a la cabeza, la junta decidió que sí, por escasos votos. Brundage explicó que las autoridades mexicanas le habían asegurado que “nada interferiría con la entrada pacífica de la antorcha olímpica al estadio el 12 de octubre ni con las competencias”.
Así que diez días después de la masacre se inauguraron las olimpiadas en una atmósfera de brutal hipocresía. Las calles temblablan al paso de los tanques, pero los murales proclamaban en una docena de idiomas y colores: “Todo se puede con paz”. El gobierno vistió de minifalda a miles de jovencitas para que fueran “embajadoras olímpicas”. Una de ellas, con el uniforme olímpico apelmazado de sangre y perforado por las balas, yacía en la morgue donde desfilaban miles de padres en busca de sus hijos.
Los millares que creían que el gobierno nunca haría algo tan inhumano o que lo refrenaría la opinión pública nacional e internacional, se despertaron horrorizados. Como dijo Mao Tsetung, “el Poder nace del fusil”… y los imperialistas y sus secuaces lo recontraprobaron una vez más en Tlatelolco. En un país oprimido como México, la fachada de medio-democracia que les parece conveniente en “tiempos normales” se va al diablo cuando ven su dominio en peligro.
Apertura democrática:
Fachada de mayor represión
La huelga estudiantil continuó con mucho apoyo dos meses más, a pesar de la fuerte represión después de la masacre. Inmediatamente estallaron protestas estudiantiles contra las embajadas de México en más de una docena de ciudades de Europa, Latinoamérica y Estados Unidos: en las confrontaciones de París hubo 400 arrestos. Muchos protestaron contra la sangrienta mano del titiritero; por ejemplo, en Santiago de Chile, la embajada estadounidense fue apedreada. Los estudiantes de muchos países exigieron el retiro de sus delegaciones nacionales a las olimpiadas.
Pero el arresto de la mayoría de los dirigentes de la huelga y la táctica dual del gobierno–de ofrecer negociaciones o más muerte, según las circunstancias–tuvieron efecto. La huelga cayó más y más bajo la batuta de “sensatos” que querían llegar a un acuerdo con el gobierno. Para fines de noviembre el CNH levantó la huelga. La mayoría de los estudiantes se salieron furiosos de la enorme y tumultuosa reunión, gritando consignas de huelga. Se tomaron varias escuelas por corto tiempo para impedir el regreso a clases. Pero ante el aumento de amenazas del gobierno y ante una dirección que se había rendido, el movimiento no pudo continuar mucho tiempo.
Sin embargo, muchos sectores de la sociedad sentían una profunda aversión y un franco odio al gobierno. El brutal estado neocolonial había mostrado su verdadera naturaleza sin disimulos y había hecho añicos muchas falsas ilusiones de que puede haber progreso sin derrocarlo. Claramente alarmados por esa situación, los gobiernos de Estados Unidos y México se inventaron varias iniciativas para mitigar los daños del 68.
El secretario de Gobernación Luis Echeverría, que subió a la presidencia en 1970, era el tipo perfecto para poner en práctica esas iniciativas. El hombre identificado por Philip Agee como enlace de alto nivel de la CIA, ahora montó el show de plantárseles a los yanquis. Pero su gobierno solicitó y recibió más préstamos de Estados Unidos que ningún otro gobierno de la historia de México y usó la asistencia militar estadounidense para eliminar los movimientos armados de oposición. El hombre que estuvo a cargo de la masacre de Tlatelolco ahora declaró amnistía para muchos presos políticos. Aumentó los salarios y prestaciones para algunos sectores de la clase trabajadora y aumentó los cupos universitarios.
Bajo esta “apertura democrática”, a los partidos que renunciaran a la violencia y cortaran lazos con el extranjero les prometieron fondos y escaños en el impotente Congreso. Esa “apertura” fue para los oportunistas un chance de pisotear la lucha de las masas y pedirle favores a la burguesía compradora. Hoy, la izquierda electoral considera que esa “apertura democrática” fue un importante, o quizá el mayor, fruto de la lucha del 68.
Pero en realidad esas iniciativas del gobierno de Echeverría fueron una continuación de la vieja represión y una fachada para una nueva represión. Por una parte, la clase dominante necesitaba urgentemente renovar la confianza de sectores de la clase media urbana en la legitimidad del gobierno. Esperaba que la cooperación de miembros de la izquierda, entre ellos algunos dirigentes del movimiento estudiantil, contribuyera a eso. Por otra parte, el gobierno aisló y atacó canallamente a otros sectores de la población y del movimiento que consideraba más peligrosos. Durante la “apertura democrática”, Echeverría lanzó una encarnizada represión contra los campesinos de Guerrero y “desapareció” a centenares, sindicados de ser miembros de guerrillas urbanas y rurales.
Una nueva masacre cortó de raíz un nuevo brote del movimiento estudiantil el 10 de junio de 1971. Esa vez, el gobierno llevó camionados de “halcones” (pandillas paramilitares derechistas) a una manifestación y les dio rienda suelta. Mataron a 42 estudiantes e hirieron a más de 100.
Pero los estudiantes no olvidaron la masacre de 1968. Cuando Echeverría trató de hablar en la Universidad Nacional Autónoma de México, tuvo que batirse en retirada con la cara sangrando por pedreas de los estudiantes.
Parte 3: México 30 años después de la masacre de Tlatelolco.
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